Un día en la playa

Me encanta la playa. No puedo pasar un verano sin pisarla. Todos son ventajas, ninguna fisura en los planes que la tengan por protagonista. ¿Exagerado? Para nada.


Para comenzar, el estrés del despertador lo sustituyes por un sudor pegajoso del que no hay forma de desprenderse. Da igual lo hora que sea o la temperatura que haga. Una fina capa de un dedo de grosor forma parte de tu piel durante los días que duren tus vacaciones playeras.

También da igual lo mucho que madrugues para pillar un buen sitio en el anfiteatro playero. Siempre hay alguien que se despierta antes que tú. Lo peor no es que ya estén ocupando un lugar privilegiado. No, no es eso. Lo peor es ver su cara de felicidad y satisfacción. Creo que ellos no madrugan para coger el mejor sitio, lo hacen para que no lo pilles tú.

Pero no pasa nada. Si no hay primera o segunda línea, se pone la sombrilla un poco más atrás. Cedes visión por la tranquilidad de un sitio más espacioso y relajado en el que colocar la sombrilla es el primer paso. A mí me cuesta horrores colocarla como dios manda. Desde hace unos años optamos por una especia de sacacorchos invertido que te hace el agujero y te mete el pincho que sujeta la sombrilla. Y todo muy bien... hasta que la abres. Es imposible que mantenga la vertical. Si no se va a la derecha, se va a la izquierda. Si no se cae hacia atrás, se cae hacia adelante. Una torre de Pisa con forma de paraguas.

Una vez colocada, te sientas. Cierras los ojos buscando relax. Respiras pausadamente. Y cuando estás cerca de conseguir la ansiada paz espiritual escuchas un intermitente “toc-toc-toc”. Las sospechas se hacen realidad. Unos niños se han puesto a jugar a las palas justo detrás de ti. Y lo peor de todo, carecen de técnica alguna. Instintivamente miras el letrero en el que se especifica que está prohibido jugar y molestar a los bañistas. Claro, que también está prohibido emitir facturas sin IVA... Después de un par de bolas que te pasan rozando y que tienes que devolver decides que la mejor forma de ahogar penas es darte un baño.

Tras esquivar unas cuantas toallas, sombrillas, castillos de arena, sillas y sonrisas de los madrugadores por fin tocas el agua. Ojo, que es importante la forma en la que te zambulles. Puedes optar por coger carrerilla y lanzarte en plancha. O por un método pausado, dejando que las olas acompasen el baño. También hay una tercera vía, que los palistas decidan jugar el último set en el mar. Cuando esto ocurre, la pelota se les escapa y cae justo delante de tu ombligo. Es increíble que una pelota del tamaño que una de tenis te empape, pero la física marina es así.

No hay que darle más vueltas, es el momento de sumergirse y bucear. Pero aquí el problema es que también hay que elegir. La opción A es abrir los ojos debajo del agua abrasándotelos por la sal. O la opción B, no abrirlos y chocarte contra los de las palas, que, además, te echan la bronca por molestarles. Yo prefiero ir con los ojos abiertos, porque cuando te recuperas de la ceguera temporal salina puedes observar como flotan unas atractivas bolsas de plástico que no resultan ser lo que parecen: medusas que se lo pasan pirata jugando con los bañistas. Como si fueran simpáticos delfines, se acercan a tocarte produciendo unos sarpullidos que se convertirán en parte de tus recuerdos veraniegos.

Entre tanto trajín, es normal que te entren ganas de hacer pis. Aquí no hay problemas con la leyenda urbana del líquido rojo en el que se convierte el pipi en las piscinas. Tampoco hay remordimientos ni conciencia. No hay que olvidar que único requisito es que el agua te llegue por encima de la cintura para que no se note demasiado. Por instantes, el mar se convierte en un mini spa, agua con contrastes de temperatura.

Y por fin sales del agua. Hay que quedarse unos segundos secándose en la orilla y posando como si estuvieras en un estudio fotográfica. No sirve absolutamente para nada pero es una tradición muy española que no hay que perder. Después de sortear toallas, sombrillas, castillos de arena, sillas y sonrisas de los madrugadores por fin llegas a tu sitio. Y otra bronca. Con la sombrilla en el suelo, tu vecino playero te informa que en una ráfaga de viento ha salido volando y que ha sido un milagro que no haya matado a los niños que estaban jugando a las palas. En fin...ya es demasiado por hoy y decides terminar tu mañana playera. Pero no hay que relajarse. Aún queda lo peor.

Los 300 metros que separan la playa del apartamento son infinitos. Lo que en condiciones normales tardarías unos tres minutos en recorrerlos, en condiciones playeras parecen tres décadas. Un infierno abrasador que no parece terminar nunca. El cuerpo te pica por el efecto de la sal. La camiseta se te pega al cuerpo. Las gafas de sol se resbalan de tu nariz resbaladiza por el sudor. Se te rompe una tira de la chancla. La gorra se vuela en una nueva ráfaga de aire. Y encima, te suena el móvil y tienes que dejar todo en el suelo para contestar al operador que te ofrece una nueva tarifa de ADSL.

Cuando por fin llegas al apartamento, te sientes un superviviente. Un auténtico héroe que ha logrado superar un día en la playa. Un aventurero que no se arruga y que al día siguiente querrá más. Mucho más.

2 comentarios:

  1. Muy divertido y muy real!! Es que las ganas de que la playa te de todo aquel relax del paraíso nos hace olvidar de todo que está alrededor. Me reí muchísimo imaginandote allí...

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    1. Debo de ser la única persona que está 10 días de vacaciones y sólo se baña en la ducha!!

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