Las bragas de color carne

Seré contundente desde el principio de este post para que quede clara mi protesta. Prefiero que mi esposa me ponga un millón de veces como excusa que le duele la cabeza a verla una sola vez con ropa interior de color carne. No sé quién es el individuo o individua al que le debemos el honor de haber incorporado ese tono en las bragas de las mujeres, pero creo que sería bueno buscarle, encontrarle y pedirle explicaciones de por qué tanta saña con el género masculino. No lo sé. Pero tiene que ser alguien que no tenga el menor interés por el erotismo femenino. Parece una broma macabra ideada por Jorge Javier Vázquez, Octavio Acebes o Boris Izaguirre. Pero no, es una realidad a la que nos enfrentamos todos los días... y todas las noches.

La semana pasada hice una pequeña encuesta entre las mujeres de mi familia. Todas, repito, todas, reconocían tener alguna braguita carne. La que menos tenía una. La que más, ante las miradas inquisitoriales de los hombres, admitía “algunas”, sin admitir la cifra exacta. Hubo unanimidad entre el sector masculino. A nadie le gustaban. No entendíamos por qué nos castigaban así, de esa forma tan cruel, recurriendo a un simple trozo de tela.

El futuro ya no es negro, es de color carne. Y eso me preocupa. Me preocupa mucho. Qué tiene de malo el blanco, el negro, el malva, el rosa o cualquier otro tono. El que sea, menos el color carne. Quizá, los varones debamos incorporar a nuestro armario gallumbos con dibujos de fresitas, o con clips. O poner de moda el color amarillo pis en nuestra ropa interior. Lo que sea con tal de contrarrestar esta fiebre “carnívora” con la que nos castigan las mujeres. ¿Serviría de algo recoger firmas? No nos engañemos. No serviría de nada. Las mujeres han encontrado la forma de reducir a los hombres.

Y si feas son puestas, más feas son cuando las ves tendidas. Son milagrosas. Consiguen que los ateos se hagan creyentes radicales rezando para que no haya ningún vecino que las vea en el tendedero de la terraza. Eso sí, de la misma forma que detesto a los diseñadores, tengo que reconocer mi admiración por los fabricantes. No hay forma de acabar con ellas. Nunca se desgastan. Son de una calidad excelente. No sé cuál será el tejido, pero son infinitas las jodías.

Lo admito. Me he quedado sin excusas. No sé cómo justificarme ante el bajón que me da verlas. En el momento de la verdad, sólo me queda cerrar los ojos o hacerme el dormido.

"Usted no parece español"



Los mejores halagos son los que no te esperas. Que mi esposa me diga palabras bonitas es muy especial, pero entra dentro del guión de un matrimonio, o por lo menos del mío.También sería raro que mi familia o amigos no me hicieran saber las cualidades que más valoran de mí y que tiene tienen como recompensa todo su afecto. Sin embargo, de vez en cuando, sin esperarlo, te encuentras con alguna persona que te deja sin palabras, sin poder de reacción, es decir, en cuadro.


Hace cosa así de dos semanas, en la hora que tengo para reponer fuerzas en el trabajo, acudí a la sala destinada como comedor. Ahora en verano, suele estar casi siempre vacía. Pero ese día había cuatro personas, cuatro chicas. Dos de ellas estaban sentadas enfrente de mí. No sé a qué departamento pertenecen, pero debe ser uno muy “guay” porque iban muy bien vestidas. A su lado, en una mesa un poco apartada, había otras dos mujeres con rasgos sudamericanos ataviadas con un uniforme azul cielo que las señalaba como del servicio de limpieza.


Hasta aquí todo normal. Las dos “guays” terminaron de comer y se fueron. Yo, en cuanto di buena cuenta del contenido de mi tupperware, fui a la máquina de café para servirme un cappuccino con sabor a rayos y con doble de azúcar (35 céntimos). Como aún estaban las dos chicas de la limpieza las pregunté con toda mi buena fe si las apetecía tomar algo. Tras darme las gracias me contestaron que no, pero al instante, y con cierta timidez, me preguntaron de dónde era. Con mi habitual sentido del humor, tan fino que normalmente sólo lo pillo yo, les dije que por mi aspecto físico era evidente que no era del centro de África.


Por fin se decidieron a confesarme lo que estaban pensando. “Usted no parece español”. Las saqué de su error: “Pues soy de Madrid”. Pero me interrumpieron cuando iba a empezar a desarrollar un discurso más amplio en el que pensaba entrar más en detalles sobre mi árbol genealógico. Me explicaron que no parecía español porque era educado. Había sido el único que había saludado al entrar al comedor y el único que las había preguntado si querían tomar un café. No estaba mal argumentado porque me di cuenta de que las dos chicas guays habían abandonado la sala sin despedirse.


Su frase me hizo reflexionar. ¿Y si llevan razón? Ahora resulta que si te dicen que no pareces español es uno de los mejores piropos que te pueden decir. Sin embargo, si te lo llaman, échate a temblar. Te están calificando como maleducado, grosero y clasista. Pues nada, la solución es bien fácil. Empecemos a dar los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches y las buenas madrugadas si fuese necesario. Dejemos salir antes de entrar. No tengamos miedo a dar las gracias. Tampoco pasa nada porque los demás nos vean sonreír de vez en cuando. Que la crisis económica no se convierte en una crisis de valores. Por cierto, espero que las dos chicas de la limpieza no se dediquen a piropear en la sede del PP.

El primer día de "clase"



No sé vosotros. Pero de mi época de estudiante guardo recuerdos imborrables del primer día de colegio o instituto después de las vacaciones de verano. Incluso iba con ganas. Con muchas ganas. Se ve que tres meses de relax era tiempo más que suficiente para olvidar lo harto que una llegaba al mes de junio tras un curso lleno de exámenes y de clases que, ya por aquel entonces, te planteabas para qué te iban a servir cuando fueses mayor.

Lo mejor era reencontrarte con tus compañeros y compañeras. Había un montón de historias que contarnos sucedidas en el verano. A algunos se les notaba que habían dado el estirón. Otros presumían de sus primeras espinillas. Y el sector gamberro empezaba a insultar a la cobayas de la clase con los nuevos adjetivos aprendidos en los tres últimos meses, los cuales, para qué engañarnos, estaban llenos de talento e ingenio.

Yo, el día anterior, llamaba a mi mejor amigo para recordarle que nos teníamos que sentar juntos. Evidentemente, no tardaba mucho el tutor en separarnos. Una clase llena de mejores amigos juntos no es el ambiente más conveniente para impartir enseñanzas. Nada más sentarte en tu nueva aula, envejecías de golpe un año. Se supone que uno se hace un año más viejo el día de su cumpleaños, pero yo creo que envejecías el día que estrenabas un nuevo ciclo escolar. Ocupabas el lugar que hasta hace poco era de los abusones del curso superior. Lo primero, era ver si había algún compañero nuevo. Si era chica, rápidamente se la ponía una nota. Es curioso, pero cuanto más pequeño eres, más feas te parecen todas las niñas. Pero según vas creciendo, la valoración va subiendo como la espuma. Las hormonas tienen mucho que decir sobre esto.

Nada más sentarte, el tutor pasaba lista. Aún recuerdo a la perfección el nombre y dos apellidos de la mayoría de mis compañeros. Después, te empezaba a dar los horarios de clase. Según te iban explicando el profesor que iba a impartir la asignatura, le caía una ovación o una enorme abucheo dependiendo de la fama de la que viniera precedido. Incluso algunos, los menos, tenían división de opiniones entre sus detractores y sus admiradores. Los que no teníamos hermanos mayores estrenábamos libros. Un hándicap, desde luego. Los libros usados venían subrayados, con las soluciones resueltas a los problemas. Sin duda que hacía la vida más fácil al que lo tuviera.


En fin, este toque de nostalgia viene porque esta semana he comenzado en mi nuevo trabajo. Muchas de estas sensaciones me han venido a la mente. En esta ocasión, yo era el nuevo de la clase. Mis nervios se centraban en qué tal me adaptaría al temario y en cómo me recibirían mis nuevos compañeros. Incluso me preocupaba saber con quién compartiría mesa y mantel en el horario de comida. Pues con nadie. Como solo. Aunque por fortuna, es porque soy el único que no hace jornada intensiva….

Las "increíbles" rebajas del Decathlon



Hoy he ido de compras. No hay que dejar escapar las rebajas. Las gangas se van tan rápido como llegan. Pero bueno, no es esto sobre lo que quiero escribir. He ido a Decathlon aprovechando que me pilla cerca de casa. Uno no se da cuenta, pero los centros comerciales están llenas de personas que, como mínimo, son curiosas de ver.

A lo mejor es que yo estoy desfasado. Es posible que eso de ir, elegir el producto que quieres, pagarlo e irte ya no está de moda. Ahora se lleva mucho el postureo. Lo fundamental no es comprar lo que necesitas. Es más importante dar la sensación de que eres todo un experto. Me explico:

La mejor sección para comprender la dimensión de lo que quiero reflejar es la zona de raquetas. Lo lógico es ver las características del material, del cordaje, el color... Pues no. También hay que coger la raqueta, girarla sobre su eje varias veces y... marcarte un buen drive sin bola a la que golpear. Tras el golpe de derecha hay que rematar la jugada con un revés definitivo, no vaya a ser que las cámaras de seguridad o el despistado de turno duden de tu nivel técnico. Por supuesto, tienes que poner cara de insatisfacción. Sin duda, que ese golpe al aire no ha respondido a las expectativas que te habías creado. Pues nada, cogemos otra raqueta, repetimos la operación y así tantas veces como queramos antes de decidir que no nos gusta ninguna.

Otra de mis secciones favoritas es la del tiro con arco. Yo no conozco a nadie que lo practique, pero es difícil resistirse a la tentación de pasar, comprobar si las cuerdas del arco están o no suficientemente tensas y, por supuesto, tocar las flechas. Si vas con la novia y tienes que hacer mérito o te apetece hacer una gracia, la actuación de turno es hacer que Cupido te ha clavado una de ellas en el centro de tu corazón. Está bastante visto, pero por lo menos tienes más posibilidades de darle un achuchón que antes de la actuación.

En la sección de balones no hay quien se resista a dar unos toques que nos recuerdan que tampoco hace tanto que dejamos de ser niños. El problema es que Ronaldinhos hay pocos, y en el Decathlon menos, por lo que lo habitual es fallar e ir corriendo detrás de la pelota para reponerla al sitio de donde la has pillado. Con un poco de suerte, no has molestado ni golpeado a ningún otro cliente. Algo es algo.

Por si fuera culpa del calzado echas un vistazo a las zapatillas de deporte. Aquí es importante no tener complejos. Si eres de los que pensabas que tu número de pie es de lo más normal del mundo, pues estabas confundido. Descubres con incredulidad que de los modelos que te gustan no hay ninguno de tu talla. O uno más pequeño, o una más grande. Pero nunca de la tuya. No pasa nada. La culpa es de Murphy.

Y para terminar, la cola que tienes que aguardar para pagar. Es el momento de las dudas. Los que se han decidido a comprar algún artículo sólo piensan en el otro que han descartado en el último momento para quedarse con el que tienen entre sus mano. “Estoy por ir rápido y cambiarlo” es una de las frases más repetidas en esos instantes. La situación es angustiosa. La cola avanza y el tiempo para rectificar se agota. Cada vez está más claro que el que querías es el que no tienes. Pero hay una cosa clara, ni de coña estás dispuesto a esperar otros quince minutos de dudas hasta que te toque el turno de pagar. ¡Ah! Una última cosa, ¿Estás seguro de que tu Visa no está caducada?