Las temidas reuniones de parejas


Reuniones de parejas

Sé que una vez que se publique este post es muy posible que duerma unos días en el sofá. Pero lo asumo porque es cómodo y porque creo que es necesario que hable de las reuniones de amigos en la que los chicos vamos con nuestras parejas.  Estos encuentros suelen ser entretenidos y divertidos. Pero también muy peligrosos porque los hombres quedamos expuestos. Quedamos indefensos ante ellas, ante nuestras mujeres.



Cuando se organiza una de estas reuniones ellas no se alegran porque se vayan a ver. Para nada. Ellas realmente se alegran porque van a tener la oportunidad de criticarnos. Están entregadas a exponer lo peor de nosotros sin ningún tipo de censura. Afinadas lenguas femeninas dispuestas a desempolvar y regalarnos los adjetivos calificativos más rebuscados del diccionario.

El problema es que en el fondo las mujeres llevan razón cuando nos definen como simples. Tropezamos siempre en la misma piedra porque nos relajamos. Nuestras defensas y precauciones se rompen en cuanto damos el primer abrazo al primer amigo que saludamos. Y no será porque no lo sepamos... pero a nosotros solamente nos gusta vernos para pasar un buen rato entre amigos sin ningún tipo de doble intención.

Después de los saludos se produce la selección natural. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas. Aunque cuando entras al coche para volver a tu casa es siempre lo primero que nos echan en cara, ellas son las primeras que buscan excluirnos para poder hablar sin tapujos. Da igual la longitud del trayecto o el ritmo al que se ande, los chicos vamos siempre delante mientras que ellas van detrás. Si vamos despacio, ellas van aún más despacio. Si paras para esperarlas, no sé cómo lo hacen pero desaparecen. Luego, tampoco sé cómo, reaparecen cuando reanudas la marcha.

Lo mismo ocurre cuando te sientas en la mesa del restaurante. A un lado, los hombres. Al otro lado, las mujeres. Tengo que reconocer que mientras nosotros hablamos de nuestras cosas con un tono de voz cada vez más elevado, ellas, para que no se note que nos están criticando, se ponen a cuchichear. Un camuflaje tan clásico como efectivo que nos impide saber por dónde andan las críticas del día.

Y si decides terminar la noche en un pub, la separación es aún más evidente. Los chicos hacen corrillo en un lado, y las chicas a otro. Es curioso, porque mientras que los machos no hablamos de ellas en toda la noche, las hembras no paran de mencionarnos. Y en el pub es en el sitio en el que se hace todo más evidente porque todas sus miradas se enfocan unidireccionalmente hacia el chico del grupo al que estén despedazando. Y lo peor de todo, es que lo hacen riéndose.

El único momento en el que la reunión se hace mixta es en las despedidas. Hay que reconocer que son ellas las que se acercan a nosotros. Pero lo hacen porque las interesa. Porque quieren jugar al despiste. Y es que cuando tu chica se acerca a ti con cara de cabreada y crees que te va a caer una reprimenda, de repente va y te dice delante de todos que te quiere mucho a la vez que te dan un beso de tornillo que te deja sin oxígeno, pero que se ve interrumpido por el muy temido resumen final. Una detrás de otra empieza a confesar qué ha contado a las amigas en la cita, enumerando públicamente todos los fallos y errores cometidos por su pareja casi desde el primer día de relación. Joder, qué memoria tienen…

Finalmente, por arte de magia, las aguas vuelven a su cauce y las parejas se despiden felizmente cogidas de la mano buscando una nueva fecha para volver a quedar.

Un día en la playa

Me encanta la playa. No puedo pasar un verano sin pisarla. Todos son ventajas, ninguna fisura en los planes que la tengan por protagonista. ¿Exagerado? Para nada.


Para comenzar, el estrés del despertador lo sustituyes por un sudor pegajoso del que no hay forma de desprenderse. Da igual lo hora que sea o la temperatura que haga. Una fina capa de un dedo de grosor forma parte de tu piel durante los días que duren tus vacaciones playeras.

También da igual lo mucho que madrugues para pillar un buen sitio en el anfiteatro playero. Siempre hay alguien que se despierta antes que tú. Lo peor no es que ya estén ocupando un lugar privilegiado. No, no es eso. Lo peor es ver su cara de felicidad y satisfacción. Creo que ellos no madrugan para coger el mejor sitio, lo hacen para que no lo pilles tú.

Pero no pasa nada. Si no hay primera o segunda línea, se pone la sombrilla un poco más atrás. Cedes visión por la tranquilidad de un sitio más espacioso y relajado en el que colocar la sombrilla es el primer paso. A mí me cuesta horrores colocarla como dios manda. Desde hace unos años optamos por una especia de sacacorchos invertido que te hace el agujero y te mete el pincho que sujeta la sombrilla. Y todo muy bien... hasta que la abres. Es imposible que mantenga la vertical. Si no se va a la derecha, se va a la izquierda. Si no se cae hacia atrás, se cae hacia adelante. Una torre de Pisa con forma de paraguas.

Una vez colocada, te sientas. Cierras los ojos buscando relax. Respiras pausadamente. Y cuando estás cerca de conseguir la ansiada paz espiritual escuchas un intermitente “toc-toc-toc”. Las sospechas se hacen realidad. Unos niños se han puesto a jugar a las palas justo detrás de ti. Y lo peor de todo, carecen de técnica alguna. Instintivamente miras el letrero en el que se especifica que está prohibido jugar y molestar a los bañistas. Claro, que también está prohibido emitir facturas sin IVA... Después de un par de bolas que te pasan rozando y que tienes que devolver decides que la mejor forma de ahogar penas es darte un baño.

Tras esquivar unas cuantas toallas, sombrillas, castillos de arena, sillas y sonrisas de los madrugadores por fin tocas el agua. Ojo, que es importante la forma en la que te zambulles. Puedes optar por coger carrerilla y lanzarte en plancha. O por un método pausado, dejando que las olas acompasen el baño. También hay una tercera vía, que los palistas decidan jugar el último set en el mar. Cuando esto ocurre, la pelota se les escapa y cae justo delante de tu ombligo. Es increíble que una pelota del tamaño que una de tenis te empape, pero la física marina es así.

No hay que darle más vueltas, es el momento de sumergirse y bucear. Pero aquí el problema es que también hay que elegir. La opción A es abrir los ojos debajo del agua abrasándotelos por la sal. O la opción B, no abrirlos y chocarte contra los de las palas, que, además, te echan la bronca por molestarles. Yo prefiero ir con los ojos abiertos, porque cuando te recuperas de la ceguera temporal salina puedes observar como flotan unas atractivas bolsas de plástico que no resultan ser lo que parecen: medusas que se lo pasan pirata jugando con los bañistas. Como si fueran simpáticos delfines, se acercan a tocarte produciendo unos sarpullidos que se convertirán en parte de tus recuerdos veraniegos.

Entre tanto trajín, es normal que te entren ganas de hacer pis. Aquí no hay problemas con la leyenda urbana del líquido rojo en el que se convierte el pipi en las piscinas. Tampoco hay remordimientos ni conciencia. No hay que olvidar que único requisito es que el agua te llegue por encima de la cintura para que no se note demasiado. Por instantes, el mar se convierte en un mini spa, agua con contrastes de temperatura.

Y por fin sales del agua. Hay que quedarse unos segundos secándose en la orilla y posando como si estuvieras en un estudio fotográfica. No sirve absolutamente para nada pero es una tradición muy española que no hay que perder. Después de sortear toallas, sombrillas, castillos de arena, sillas y sonrisas de los madrugadores por fin llegas a tu sitio. Y otra bronca. Con la sombrilla en el suelo, tu vecino playero te informa que en una ráfaga de viento ha salido volando y que ha sido un milagro que no haya matado a los niños que estaban jugando a las palas. En fin...ya es demasiado por hoy y decides terminar tu mañana playera. Pero no hay que relajarse. Aún queda lo peor.

Los 300 metros que separan la playa del apartamento son infinitos. Lo que en condiciones normales tardarías unos tres minutos en recorrerlos, en condiciones playeras parecen tres décadas. Un infierno abrasador que no parece terminar nunca. El cuerpo te pica por el efecto de la sal. La camiseta se te pega al cuerpo. Las gafas de sol se resbalan de tu nariz resbaladiza por el sudor. Se te rompe una tira de la chancla. La gorra se vuela en una nueva ráfaga de aire. Y encima, te suena el móvil y tienes que dejar todo en el suelo para contestar al operador que te ofrece una nueva tarifa de ADSL.

Cuando por fin llegas al apartamento, te sientes un superviviente. Un auténtico héroe que ha logrado superar un día en la playa. Un aventurero que no se arruga y que al día siguiente querrá más. Mucho más.

Vamos a contar mentiras tralará.


politicos mentirosos

Estoy cansado de los políticos hasta decir basta. Son todos iguales.  Da igual el partido, el talante, la dirección de la raya del pelo o los empastes que tengan. Todos son iguales.


El objetivo de todos ellos es llegar a ser políticos. Se vive muy bien con esa profesión. Yo les quitaría los espejos para que no se gusten tanto. Buen sueldo, mesa sin reserva en cualquier restaurante, amigos dándote palmaditas en la espalda, entradas gratis en los palcos de fútbol para ver los partidos de Champions. Pero sobre todo, poder para hacer y deshacer, para decir y desdecir, para mirar o para cerrar los ojos.

Veo dos problemas comunes a todos ellos que destacan sobre el resto. Dos verdades como los puños de Muhammad Ali que cada vez son más evidentes y que nos están haciendo mucho daño porque, además, es la imagen que transmitimos al exterior. Una imagen casposa que es un fiel reflejo de nuestra clase política:

-        1.   Mienten más que hablan. En mi casa de pequeño me caían broncas gigantescas cada vez que engañaba. Porque mentir es engañar. Mis padres me exigían pedir perdón y a asumir el castigo que me imponían con resignación cristiana. Las penas que me imponían me servían para reflexionar y para darme cuenta que con la verdad se llega más lejos. Algo más lento, pero mucho más lejos. Además, me obligaban a pensar las palabras antes de hablarlas. La consecuencia es que me di cuenta de que el pensar que iba a ocurrir algo no era suficiente como para darlo como certeza. Aquí los políticos te prometen pleno empleo con alegría. Otros que no habrá recortes sociales. Algunos que no habrá copago. O que no subirá el IVA. Pero da igual si no se cumple, tienen cuatro años de margen como mínimo hasta que el poder de las urnas les frenen.  ¿No se les cae la cara de vergüenza cuando toman alguna de estas medidas y luego se ven en los vídeos defendiendo a ultranza justo todo lo contrario? ¿No piensan en dimitir? ¿No tienen el más mínimo sentimiento de culpa? Ya contesto yo. La respuesta es NO.



-         2. Piensan que somos tontos. Y además, tontos del culo. De verdad que no encuentro otro motivo que justifique los discursos políticos que nos regalan. Son insultos al sentido común. Se las ingenian para buscar eufemismos que maquillen una realidad que sufrimos todos. El Gobierno vende mentiras a la vez que la oposición regala falsas ilusiones. Por fortuna o desgracia, a los bolsillos no se les engaña. Si hay poco, ahora hay menos. Y si no hay, pues no hay. Los discursos de traje y corbata son lamentables y tienen como único fin el que ellos parezcan los buenos y que, encima, tengamos que agradecerles su labor.



Pues si unimos los dos problemas nos sale la fómula que utilizan con nosotros:  nos mienten más que hablan porque piensan que somos tontos. Menos mal que nos queda la Casa Real

Uno para todos y todos para uno.


“Uno para todos y todos para uno”. Seguro que Alejandro Dumas jamás pensó que el famoso grito de los mosqueteros se fuera a convertir en el resumen perfecto de lo que es la globalización que estamos viviendo.

Un fenómeno mundial que no pide permiso a la gente para influirles. Somos víctimas inocentes del mismo. Desde los más pequeños de la casa, hasta los más mayores. Desde las profesiones más ilustradas, a los oficios con más tradición. Porque todos formamos parte de la globalización a la vez que generamos esa misma globalización.

Uno de los errores más comunes es plantearte la globalización con los valores educativos con los que fue formada mi generación. El pupitre, pizarra, cuaderno, deberes y fuentes de información han variado y se han ampliado de una forma tan grande que si metiéramos a un niño actual en un aula de hace 25 años apenas reconocería el entorno salvo por un detalle: las personas. Ahora, las fronteras no las marcan las líneas de los mapas que separaban los países. Ahora la marca la velocidad de la ADSL de tu conexión con la que accedes a Internet. Un buffet libre de contenido ante el que no debemos sorprendernos, debemos verlo con los mismos ojos de los niños de hoy en día.

En mi opinión, la mayor virtud de la globalización es la facilidad que tienes para formar parte de lo que quieras de la forma que más te apetezca. Puedes saber lo que sucede en Japón a tiempo real a la vez que visualizas un terreno que te quieres comprar en el pueblo de la madre de tu esposa. O puedes estar viendo a tu primo de China en una videoconferencia mientras te descargas el último éxito de tu grupo favorito (pagando, claro). Los límites los marca la propia legislación de cada país y, sobre todo, la moral de cada persona.

Pero no todo son ventajas. De hecho, en paralelo se está produciendo otro fenómeno como consecuencia de la globalización: la deshumanización. El contacto entre las personas cada vez es más prescindible. Ya no nos necesitamos. El clic del ratón sustituye a las palabras. Los emails están terminando con las cartas y SMS reducen el número de veces que descuelgas para hablar con tu familia, amigos... Ya no necesitamos movernos de casa para hacer prácticamente nada. El problema es que resulta tan cómodo adaptarse a esta nueva filosofía de vida que los que nos resistimos quedamos clasificados como carcas o nostálgicos de un pasado que no volverá.

En mi opinión, el segundo gran problema que genera la globalización es la pérdida de identidad. Las minorías quedan aplastadas por el peso de las mayorías. Las modas se imponen tan rápido como se pierden las costumbres y hábitos propios.
Y aquí estoy yo, quejándome de la globalización en un blog...