Odio tanta alegría desmedida de gente que no es alegre y odia el resto del año. Odio el negocio creado alrededor de una fiesta que se ha convertido en un negocio que rentabiliza las sonrisas más inocentes de los niños.
Además, por mi trabajo, empiezo a pensar en la navidad en verano, momento en el que empezamos a planificar cómo serán las acciones de estas fechas tan especiales para todos menos para mí. Pensar en renos y papás noeles con los 40 grados a la sombra de julio no anima a volver a creer en el espíritu navideño.
Cuando me preguntan el porqué no me gustan las fiestas tengo claro el motivo. Es evidente. No tengo 6 años y ya no están ni estarán conmigo muchas de las personas que me hacían ser feliz en Navidad. Y me pongo algo triste porque aunque no vivan, sí que se mantienen todo lo que eran. Sé dónde se sentarían, las frases, chascarrillos y gracias que harían en cada momento. Es una forma de revivirlo y echarles de menos pero preferiría abrazarles, para qué engañarnos.
Pero antes no era así. De pequeñajo, disfrutaba de estas fechas porque eran fechas en las que me reunía con las familias y dormía con mis abuelos. Aún recuerdo cómo me engañaban el 24 para ir a algún lado justo en el momento en el que venía Papá Noel a comerse unas galletas antes de ir a otras casas a llevar más regalos. El verdadero presente no era abrir el juguete de turno. El verdadero regalo era ver los ojos de mis abuelos viendo mi sorpresa y alegría. Son sentimientos que hasta que no eres padre no logras entender en su totalidad. Supongo que la Navidad también tiene algo de empatía con las generaciones anteriores, que no todo es malo.
Pero reconozco que yo era más de Reyes Magos, sobre todo porque tenía un tío que se llamaba Melchor, y al final la cabra tira al monte. Esa noche era especial sobre todo el momento de irse a la cama. Los nervios impedían dormir, aunque al final el sueño derrotaba a la ansiedad. Abrir los ojos y salir al salón de noche buscando en penumbra la silueta de los regalos es otro de los flashes que no han envejecido en mis recuerdos. Como tampoco despertar a mis padres para decirles que “habían llegado los Reyes”. Daba igual que fueran las 4 de la mañana cuando les avisaba de la noticia, a ellos les hacía más ilusión que a mí porque se verdadera ilusión era la mía o la de mi hermana.
Ahora ya hemos cambiado los papeles. Yo ocupo el papel de padre y mis padres el de abuelos. El beneficiado es mi hijo, que me regala su fantasía y deseos de vivir al máximo en unas fechas en las que no creo, pero que disfruto solo cuando me disfrazo de él. Cuando no soy él, odio la Navidad. Respetadlo. Felices fiestas.